El gigante egoísta
Una historia sobre el verdadero significado de compartir
Una vez, en un pueblo pequeño, había un gigante muy especial. La gente del pueblo solía contar historias sobre él. Todos decían que el gigante era un ser aterrador, un monstruo que no quería ver a nadie. Sin embargo, lo que la gente no sabía era que el gigante, en realidad, era muy triste y solitario.
El gigante, que se llamaba Gregorio, vivía en un enorme castillo al borde del pueblo. Su castillo estaba rodeado de un gran jardín, lleno de flores hermosas y árboles frondosos. Pero Gregorio nunca dejaba que los niños del pueblo jugaran en su jardín. "No quiero que nadie juego aquí", decía él, con una voz fuerte y profunda.
Un día, mientras estaba sentado en una de las ventanas del castillo, Gregorio observó a los niños del pueblo. Ellos reían y corrían en el parque. El sonido de sus risas resonaba en sus oídos, pero también sentía un gran vacío en su corazón porque no podía unirse a ellos.
Una mañana, los niños decidieron jugar cerca del castillo. Gregorio no podía evitar escuchar sus gritos de alegría. "¡Vamos a jugar a la pelota!" decía una niña con un vestido rojo. "¡El gigante no nos puede asustar!" añadiendo a su risa un aire de desafío. Eso enfureció a Gregorio.
"¿Por qué tienen que jugar tan cerca de mí?" pensó. Su rostro se oscureció, como si una tormenta estuviera a punto de estallar. Al acabar el día, decidió actuar.
Gregorio salió de su castillo y, con su gran sombra, espantó a los niños. "¡Fuera de aquí! ¡Este es mi jardín y no quiero que nadie entre!" rugió. Los niños, llenos de miedo, corrieron hacia el pueblo, dejando atrás sus risas y la pelota.
El gigante se sintió satisfecho por un momento, pero pronto se dio cuenta de que el silencio de su jardín era aplastante. Las flores dejaron de danzar con el viento y los árboles lucían melancólicos. Gregorio se sentó desgastado, sintiendo que tenía más poder que nunca, pero su corazón también se sentía más pesado.
Los días pasaron y el cielo se nubló. La primavera llegó, pero en el jardín de Gregorio no había flores. Solo había un lugar vacío y triste. Sin los niños, el jardín se convirtió en un lugar sombrío, y el gigante no podía entender por qué.
Un día, mientras contemplaba aquel desierto de soledad, Gregorio vio algo extraño. Una sombra pasó por su ventana. Parpadeó y se acercó. Era un pequeño pájaro que había llegado a su jardín. El pájaro, cuyo plumaje era de colores brillantes, se posó en la rama de un árbol que apenas tenía hojas. "¡Hola, gigante!" dijo el pájaro. Gregorio estaba sorprendido. Nadie le hablaba.
"¿Por qué no tienes miedo de mí?" preguntó el gigante con una voz suave. "Soy grande y fuerte, soy un gigante egoísta." El pájaro, sin miedo, lo miró fijamente y respondió: "Los gigantes pueden ser amables también. Pero tienes que abrir tu corazón y dejar entrar a los demás. ¿No ves que tu jardín se ha marchitado por tu egoísmo?"
Gregorio, por primera vez, sintió su corazón palpitar. Las palabras del pájaro resonaron en su mente como un eco. ¿Era verdad? ¿Realmente había dejado que su egoísmo dañara su jardín?
Mientras pensaba en esto, el pájaro empezó a cantar. Su canto era como un susurro, como una melodía mágica. Gregorio sintió que el aire a su alrededor se llenaba de esperanza. Pero el pájaro pronto voló y dejó al gigante solo de nuevo. Gregorio se quedó mirando al cielo, donde el pájaro había desaparecido. Las palabras del pequeño ser resonaban en su mente, creando una tormenta de emociones. En ese momento, se dio cuenta de que había vivido por mucho tiempo encerrado en una burbuja de soledad. Nadie había llegado a su jardín porque él mismo los había espantado. Con un suspiro profundo, tomó una decisión: debía cambiar.
Esa tarde, Gregorio salió de su castillo y se acercó al jardín. Fue un paso grande y difícil para un gigante egoísta. Miró a su alrededor, a las flores marchitas y a los árboles tristes. Sintió un deseo ardiente en su interior, un niño curioso que quería jugar. "Voy a abrir mi jardín" dijo en voz baja. Pero ¿cómo? No sabía cómo empezar.
Así que, reunió todo su valor y fue al pueblo. Cuando llegó, los niños lo miraron con temor, llenos de incertidumbre. Gregorio, con voz temblorosa, les dijo: "Niños, he estado equivocado. Mi jardín es tu jardín también. Quiero que vengas. Quiero que jueguen en mi jardín. Por favor, perdónenme".
Los niños se miraron entre sí, sin saber qué pensar. Pero luego, la niña de vestido rojo dio un paso adelante. "¿De verdad, gigante? ¿Puedo jugar con mis amigos en tu jardín?" Gregorio asintió con la cabeza. Aquel gesto lleno de incertidumbre desató un torrente de alegría. Uno a uno, los niños se acercaron, llenos de curiosidad y entusiasmo.
El gigante, con su corazón palpitante, observó cómo los niños corrían en su jardín. Risas y juegos llenaron el aire, las flores comenzaron a danzar nuevamente y los árboles a sonreír. ¡El jardín volvía a la vida! Gregorio sonrió, por primera vez en mucho tiempo, sintiéndose un poco más ligero.
Los días pasaron, y el jardín se convirtió en un lugar mágico. Los niños llevaban juguetes y juegos para compartir. Hacían coronas de flores, pintaban las piedras con colores vivos y reían hasta que el sol se ponía. Gregorio aprendió a reír también, a compartir. El gigante, que antes era tan solitario, se convirtió en el amigo de los niños.
Una mañana, mientras Gregorio se unía a un partido de juegos con los niños, el pájaro de colores brillantes regresó. "¡Hola, gigante!" cantó alegremente. Gregorio sonrió y le dijo: "Gracias, pequeño pájaro, por abrirme los ojos. Por mostrarme que el amor y la amistad hacen que todo crezca más hermoso". El pájaro asintió con alegría y dijo: "Siempre puedes cambiar, gigante. Solo necesitas un poco de amor en tu corazón".
Desde entonces, el castillo de Gregorio no volvió a ser un lugar de soledad. Se llenó de risas, juegos y un dulzor que nunca había conocido. El gigante egoísta ya no era un gigante triste; era un gigante querido, amado por todos. Y cada vez que miraba su jardín, sabía que el egoísmo había desaparecido, dejando un lugar lleno de amor, amistad y esperanza.
Esta historia nos enseña que a veces, podemos ser egoístas sin darnos cuenta. Todos podemos aprender a compartir y a abrir nuestros corazones a los demás. La amistad y el amor transforman incluso los lugares más sombríos. Lo importante es recordar que nunca es tarde para cambiar y que todos merecemos la alegría de la compañía.