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Intermediate2024-12-03

Los cuentos que nunca leí

Un viaje a través de la imaginación y el tiempo

Los cuentos que nunca leí

Cuando era niño, solía pasar horas en la biblioteca de mi escuela. Había un rincón especial donde los libros estaban llenos de polvo y las páginas ya amarillentas por el tiempo. Allí, descubrí un mundo lleno de fantasía. Pero había un libro que nunca pude leer. Estaba en la parte más alta de una estantería, y cada vez que trataba de alcanzarlo, me quedaba corto. Entonces, un día, decidí que encontraría la manera de leer ese libro.

Pasamos ahora a un verano, muchos años después. Yo ahora era un joven adulto, buscando un significado en mi vida. Caminaba por la misma biblioteca, aunque se sentía diferente. Ahora era más moderna y brillante, pero algo en mí extrañaba la magia del rincón polvoriento. Un día, al salir de ese lugar lleno de recuerdos, vi a una niña. Ella miraba con asombro los libros. Sus ojos brillaban como los míos lo hacían en el pasado. Sin pensarlo, le pregunté: “¿Cuál es tu cuento favorito?” Ella me respondió con una sonrisa. “Me encanta ‘El Principito’”. Su respuesta me transportó de inmediato a mis días de niño.

Volvamos ahora a esos días. En la biblioteca, miraba en la sección de cuentos. Allí estaban los libros que nunca leí. Había uno que hablaba de un dragón que vivía en una montaña y deseaba tener amigos. A menudo imaginaba cómo sería ese dragón. De hecho, lo imaginaba como un amigo. Siempre era el mismo dragón, con escamas azules y ojos grandes y amables. Pensaba en aventuras que podríamos tener juntos.

Mientras la niña me contaba sobre ‘El Principito’, no podía evitar recordar al dragón. “¿Te gustaría conocerlo?” le pregunté. Su curiosidad se encendió. “¿Dónde está?” preguntó con los ojos brillantes. En un instante, hice un salto en el tiempo y estaba nuevamente en mi niñez, a los diez años. En ese momento, mientras leía el cuento del dragón, me acordé de cómo lo imaginaba volando alto en el cielo, viajando a mundos lejanos. Un mundo lleno de bosques, castillos de cristal y ríos que brillaban con pura luz.

Los días largos de verano estaban llenos de cuentos y sueños. Después de la escuela, corría al parque donde creaba historias en mi cabeza. Tenía amigos, pero muchas veces, prefería estar con el dragón. Uno de esos días, mientras estaba en el parque, sentí que el viento susurraba cuentos en mi oído. "¿Qué cuentos quieres leer?" parecía decirme. Así, con el viento como inspiración, regresaba a casa, escribía con una lluvia de deseos en mi mente.

Retrocedamos al presente. La niña estaba absorta en la historia del dragón que le contaba. Me di cuenta de que, aunque nunca leí el cuento del dragón en mi infancia, había creado uno solo para mí. Su historia era de amor y amistad, y ahora se la contaba a esta pequeña. Ella me escuchaba con atención, y me di cuenta de que las historias nunca mueren; simplemente esperan ser contadas. Se siente como si estuvieras en un viaje donde cada palabra te lleva más lejos. En ese instante, entendí que esos cuentos olvidados eran parte de mí.

En un salto final, regresamos a la biblioteca. La niña miraba el estante más alto. “¿Dónde está el libro que no has leído?” preguntó. Me sonreí, recordando esa historia que nunca pude alcanzar. “Ese libro es un misterio” respondí. Tal vez algún día lo leeré. “Pero hay historias aquí y ahora que deben ser contadas.” La voz de la niña resonó como un eco de mi propia infancia. Cada cuento era una puerta a un mundo, y nunca es tarde para abrirla. Así, sabiendo que estaba compartiendo mis cuentos, sentí que el dragón no estaba solo; siempre había estado allí, aguardando en cada página, en cada rincón de la imaginación. Mientras la niña seguía escuchando mi historia, me di cuenta de que el tiempo también había tenido su propio cuento. Recordé un invierno en mi adolescencia. Era frío, y la nieve cubría la ciudad con un hermoso manto blanco. Pasé un día solo en mi habitación, rodeado de libros, buscando calor en las historias. En aquel momento, una idea brillante me iluminó: escribir mis propios cuentos. Con un cuaderno en blanco y un lápiz, dejé fluir las palabras como si fueran estrellas cayendo del cielo. Describí un torbellino de aventuras, donde el dragón y yo explorábamos estrellas y abismos, un mundo en el que cada página estaba viva.

Saltamos nuevamente al presente, donde la niña sonreía mientras imaginaba las aventuras del dragón. Al ver su alegría, recordé otro verano lejano. Yo tenía once años y había pasado muchos días en el jardín de mi abuela. Allí, veía nubes que parecían animales, y cada sombra contaba una historia. Una tarde, decidí crear un cuento sobre un dragón que buscaba su lugar en el mundo. Escribí sobre un amigo que lo ayudaba a encontrar a otros dragones. Me sorprendía la forma en que mis palabras se entrelazaban con los sueños, haciéndome sentir que, de algún modo, esos cuentos que nunca había leído, ya existían en mí.

La niña interrumpió mis pensamientos con su voz suave: “¿Y el dragón encontró amigos?”

Sin dudar, continué la historia. “Sí, encontró amigos mágicos: un unicornio, un pájaro de fuego, y una mariposa de cristal. Cada uno tenía una historia especial que contar. Juntos, viajaron por tierras lejanas, donde aprendieron que la amistad no tiene límites.” La expresión de la niña era mágica, y comprendí que esas historias compartidas no eran solo mías; eran también de ella, de todos los que sueñan con mundos diversos.

Volvamos a la infancia, donde cada verano estaba lleno de exploración. En un día soleado, decidí que el dragón necesitaba un nombre. Después de pensar mucho, lo llamé Azul, por el color de sus escamas. Azul se convirtió en mi confidente y compañero. A menudo hablábamos de nuestros sueños en la tarde mientras el sol se ponía. En el horizonte, los colores se mezclaban, creando un cuadro de fantasía que parecía salir de un cuento.

La mente del niño y la del adulto estaban ligadas por hilos de sueños y nostalgia. La conexión de esos momentos es algo que nunca se pierde. Ahora, en la biblioteca, sentía que cada palabra que compartía renovaba mi esperanza. La niña me miró y dijo: “Quiero crear mi propia historia con tu dragón. ¿Podemos hacerlo juntos?”

En cierto modo, recordé el poder de contar historias. Salté a una última escena de mi juventud. Tenía quince años, rodeado de nuevos amigos. Nos reuníamos y compartíamos cuentos bajo un viejo árbol. Las historias eran nuestro refugio, allí, en ese lugar, compartimos quiénes éramos y quiénes deseábamos ser. Las risas y los susurros tejían un ambiente cálido y mágico, haciéndonos olvidar el mundo fuera.

Finalmente, volví al presente. La niña había comenzado a escribir su propia historia en una hoja de papel. Sus risas y suspiros contaban más que mil palabras. Comprendí que mis historias seguían vivas, dando vida a los sueños de otros.

Cuando la niña se despidió y se marchó con su pequeño cuento lleno de dragones y amigos, sentí una mezcla de felicidad y melancolía. Las historias que nunca leí no importaban tanto. Lo realmente significativo era el legado que dejaba: el entusiasmo por contar, compartir y conectar. Los cuentos tienen el poder de cruzar generaciones y unir corazones. Cada página, cada historia, es una puerta abierta a la imaginación. Nunca es tarde para empezar a escribir la nuestra. Así, mientras regresábamos a nuestras vidas, sabía que en mi corazón, el dragón siempre tendría un lugar.

Quiz

¿Dónde solía pasar horas el narrador cuando era niño?

¿Cuál es el nombre que el narrador le dio al dragón que imaginaba?

¿Qué libro le dijo la niña que era su favorito?